Surgidos a finales del siglo XIX, los lavaderos supusieron un gran avance en materia de higiene y en lo que a la calidad de vida de las mujeres de entornos rurales se refiere.
Hasta su aparición, éstas tenían que recorrer largas distancias para desplazarse a riveras y barrancos donde limpiar sus ropas bajo las inclemencias del tiempo. Salían con las primeras luces del día y regresaban bien entrada la tarde, quedándoles tiempo todavía para sus labores domésticas.
Este lavadero cubierto, próximo al núcleo urbano y cuyas aguas descienden de la Fuente Municipal No2, durante décadas dio sombra a las Campilleras los días calurosos y cobijo en los menos apacibles.
No es difícil imaginar cómo podía llegar a quedar la ropa de los hombres tras una dura jornada de trabajo en la mina. Tampoco el esfuerzo realizado por estas abnegadas mujeres para hacer la colada, cuando no había más jabón que la grasa animal tratada con soda cáustica ni más lejía que el agua de ceniza.
El lavadero, siempre ligado al agua y a la mujer, también se convirtió en un particular espacio de socialización, donde tratar sin tapujos los temas del pueblo y sus vecinos, conscientes de que pocos hombres se acercaban por no ser el centro de sus burlas.